LIBRO UNA HISTORIA DE ESPAÑA de ARTURO PEREZ-REVERTE leído en 2021
Moros, cristianos, judíos: la proximidad mestizó costumbres, dando frutos interesantes y muchos hebreos destacaron como médicos financieros y recaudadores de impuestos con los Reyes morubes; pero iba a decir como decía Américo Castro, que en la Península hubo modelos de convivencia, medio un abismo: moros cristianos y judíos según donde estuvieran, vivían acojonados por los que mandaban cuando no eran ellos; y tanto en la zona musulmana como en la otra, hubo estallidos violentos, fanatismo contra las minorías religiosas, sobre todo a partir del siglo 14 con el creciente radicalismo atizado por la cada vez más arrogante iglesia católica: las persecuciones contra moros y judíos menudearon en la zona cristiana.
Gran Daño hecho por la Inquisición: el daño causado por la Inquisición, los Reyes que con ella se lucraron y la iglesia que la dirigía, utilizaba, impulsaba, fue más hondo que el horror de las persecuciones, torturas y hogueras. Su omnipresencia y poder entrenaron a una España con una sucia costumbre de sospechas, delaciones y calumnias que ya no nos abandonaría jamás. Todo el que tenía cuenta que ajustar con un vecino procurará que este terminara ante el Santo Oficio: esto acabó viciando al pueblo español arruinándolo moralmente, instalándolo en el miedo y la denuncia del mismo modo que luego ocurrió en la Alemania nazi o en la Rusia comunista por citar dos ejemplos. Y ahora vemos en las sociedades sometidas al islam radical, o por venir más cerca lo nuestro, en algunos lugares pueblos y comunidades de la España de hoy presión social, miedo al entorno, afán por congraciarse con el que manda y esa expresión que también define a los españoles cuando nos mostramos exaltados en algo a fin de que nadie sospeche de lo contrario: la fe del converso. Añadamoslé la envidia, poderoso sentimiento nacional como aceituna para el cóctel, porque buena parte de las ejecuciones y paseos dados en los dos bandos durante la guerra civil del 36 al 39, o los que ahora darían algunos si pudieran, no fueron sino eso: nuestra vieja afición a seguir manteniendo viva la Inquisición por otros medios.
Otra vez la Iglesia atrasando: el peso de la Iglesia y su resistencia a cuanto vulnerase la ortodoxia, cerró infinitas puertas y aplastó – cuando no achicharró – innumerables talentos. Y así la España, que un siglo antes era el más admirable lugar de Europa, fue quedando al margen del progreso intelectual y científico. Felipe II prohibió que los estudiantes españoles se formarán en otros países – calculan el desastre- y el obstat eclesiástico cerró la puerta a libros impresos afuera. Mucho antes, nada menos que en 1523, Luis Vives que veía venir la tostada había escrito “ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores o taras judaicas. Esto ha impuesto silencio a los doctos”. El lastre del fanatismo religioso, la hipocresía social con que los poderes remojados en agua bendita, llámense islam radical, judaísmo ultra o ultra catolicismo, envenenan cuanto se pone a tiro, se manifestó también entonces en las artes plásticas pintura y cultura. A diferencia de sus colega franceses e italianos, los pintores españoles o a sueldo de España, se dedicaron a pintar Vírgenes, Cristos, Santos y monjes a lo Zurbarán y Rivera, salvo alguna espléndida transgresión como la Venus de Velázquez o la Dánae de Tiziano, y solo el talento de los más astutos hizo posible que, camufladas entre el lienzo de simbología católica y Nuevo Testamento, Vírgenes dolorosas, Magdalenas penitentes y demás temas gratos al Confesor del Rey, despuntarán segundas lecturas para observadores perspicaces, consiguiendo a veces el talento del artista plasmar en Vírgenes y Santos, con pretexto erectas y divinos y otros deleites, el momento crucial de un orgasmo femenino de agárrate y no te sueltes de eso. El mejor fue el italiano Bernini con un éxtasis de Santa Teresa, a punto de ser penetrada por la saeta de un guapo Ángel, que le miras la cara a la Santa y se pone como una moto. En todo caso con Santos o sin ellos, la nómina de artistas españoles de talento en la época es extraordinaria, y el solo nombre de Velázquez, el más grande pintor de todos los tiempos, bastaría para justificar el siglo incierto. Pero es que en la parte literaria han corrido mejor suerte, es cierto que también sobre nuestros plumillas y juntaletras, planeó la censura eclesiástica como buitre meapilas al acecho, pero era tan copioso el caudal de la tropa que lo que se hizo fue extraordinario.
El progreso y la Iglesia: así mientras en Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, en España no se atrevían a levantar la voz ni a meterse en honduras. Porque la Inquisición podría caerles encima si pretendía basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe, esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América, tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos. Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurarse la pintoresca advertencia: “pese a que esto parece demostrado no debe creerse por oponerse a la doctrina católica”. Y esa fue, entre otras, la razón por la que mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibniz, Voltaire, Rousseau o D’alembert, y en Francia tuvieron la Enciclopedié, lo más que tuvimos en España fue el teatro crítico universal del padre Feijoo y gracias o poco más porque todo Cristo andaba acojonado por si lo señalaban con la ley, o los pensadores teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos. Aterra considerar la de talentos, ilusiones y futuros sofocados en esa trampa infame de la que no había forma de salir.
España le dice adios a America: y en esas estábamos con el infame Fernando VII y la madre que lo parió, cuando perdimos casi toda América. Entre nuestra guerra de la independencia y 1836, España se quedó sin la mayor parte de su imperio colonial americano a excepción de Cuba y Puerto Rico. La cosa había empezado mucho antes con las torpezas coloniales y la falta de visión ante el mundo moderno que se avecinaba, y aunque en las Cortes de Cádiz y la Pepa de 1812 participaron diputados americanos, el divorcio era inevitable. La ocasión para los patriotas de allí, la hace la oligarquía criolla partidaria, con razón, de buscarse ella la vida y que los impuestos a España los pagara Rita la Cantaora. Vino con el desmadre que supuso la guerra en la Península que animó a muchos americanos a organizarse por su cuenta, y también por la torpeza criminal con que el rey Narizotas, a su regreso de Francia, reprimió toda clase de libertades incluidas las que allí habían empezado a tomarse.
Aunque de esto hubo un bonito episodio que fueron las invasiones británicas del Río de la Plata. Los ingleses, siempre dispuestos a trincar cacho y establecerse en la América hispana, atacaron dos veces Buenos Aires en 1806 y 1807; pero allí entre españoles de España y argentinos locales le dieron de hostias hasta en el cielo de la boca; una de esas somantas gloriosas como aquellas que se llevó Nelson en Tenerife, que los británicos siempre hipócritas cuando le sale el cochino mal capado, procuran escamotear de los libros de historia. Sin embargo esa golondrina solidaria no hizo verano. En los años siguientes, aprovechando el caos español, ingleses y norteamericanos removieron la América hispana mandando soldados mercenarios, alentando insurrecciones y sacando tajada comercial. El desastre que era España en ese momento desde Trafalgar, ni barcos suficientes teníamos, lo puso a huevo. Aún así la resistencia realista frente a los que luchaban por la independencia fue dura tenaz y cruel y con caracteres de guerra civil además; ya que 3 siglos y pico después de Colón, buena parte de los de uno y otro bando habían nacido en América. En Ayacucho por ejemplo, no llegaban a la 900 los soldados realistas nacidos en España. El caso de que a partir de la sublevación de Riego de 1820, ya no se mandaron más ejércitos españoles al otro lado del Atlántico; los soldados se negaban a embarcar y los virreyes allí tuvieron que apañarse con lo que tenían.
En todo caso hasta la batalla de Ayacucho (Perú 1824 ) y Tampico (México 1829) y la renuncia española de 1836, a los 3 años de palmar por fin Fernando VII, la guerra prosiguió con extrema bestialidad, a base de batallas, ejecución de prisioneros y represalias de ambos bandos. No fue desde luego una guerra simpática ni fácil. Hubo altibajos, derrotas y victorias para unos y otros; hasta los realistas, muy a la española, llegaron alguna vez a matarse entre ellos; hubo inmenso valor y hubo cobardías y traiciones; las Juntas que al principio se habían creado para llenar el vacío de poder en España y durante la guerra contra Napoleón, se fueron convirtiendo en gobiernos nacionales, pues de aquel largo combate, aquella ansia de libertad y aquella sangre, empezaron a surgir las nuevas naciones hispanoamericanas. Fulanos ilustres, como el general San Martín, que había luchado contra los franceses en España, o el gran Simón Bolívar, realizaron proezas bélicas y asestaron golpes mortales al aparato militar español. El primero cruzó los Andes y fue decisivo para la independencia de Argentina, Chile y Perú y luego cedió sus tropas a Bolívar, que acabó la tarea del Perú: liberó a Venezuela y Nueva Granada, fundó la República de Bolivia y Colombia y con el zambombazo de Ayacucho que ganó su mariscal Sucre, le dio la puntilla a los realistas. Bolívar también intentó crear una federación hispanoamericana como Dios manda, en plan Estados Unidos, pero eso era complicada en una tierra como aquella, donde la insolidaridad, la envidia y la mala leche natural desde la Madre Patria habían hecho larga escuela. Como dicen los clásicos cada perro prefería la muerte de su propio cipote: no hubo unidad, por tanto, pero sí nuevos países en los que, como suele ocurrir, el pueblo llano, los indios y la gente desfavorecida se limitaron a cambiar unos amos por otros, con el resultado de que en realidad siguieron puteados por los de siempre y salvo raras excepciones así continúa, como un hermoso sueño de libertad y de Justicia nunca culminado, con el detalle de que ya no pueden echarle la culpa a los españoles porque llevan 200 años gobernándose ellos solos.
Patriotismo …: nosotros los españoles hemos sido incapaces sobre todo de utilizar nuestra variada y espectacular historia, los hechos y lecciones del pasado, en particular en torno a esas palabras tan necesarias en esa época, como formación patriótica, socialización política e integración nacional. Nuestro patriotismo si podemos llamarlo de esa manera, tanto el general como el particular de cada patria chica, resulta populachero y barato, tan elemental como el mecanismo de un sonajero. Estaba hecho de folklore y sentimientos, – no de razón – y era manipulable por tanto por cualquier espabilado, por cualquier sinvergüenza con talento, labia o recursos. A veces a eso, hay que añadir una prensa a veces seria aunque más a menudo partidista e irresponsable.
Es grave enfrentarse con la Iglesia. Los republicanos lo supieron bien: entre los errores cometidos por la Segunda República, el más grave fue la confrontación con la iglesia Católica. En vez de proceder a un desmantelamiento inteligente del inmenso poder que esta seguía teniendo en España, apoyándose sobre todo en la educación escolar y la paciencia táctica, los gobiernos republicanos abordaron el asunto con prisas y torpes maneras, enajenándose los sentimientos religiosos de un sector importante de la sociedad española, desde los poderosos a los humildes. Eliminación de procesiones de Semana Santa en varias ciudades y pueblos, cobro de impuestos en los entierros católicos y prohibición de repicar campanas para la misa, entre otras idioteces, encabronaba mucho a la Peña practicante, y el descontento conspirativo de cardenales arzobispos y obispos se unió el de buena parte de los mandos militares, cuyos callos pisaba la República un día sí y otro también, perfilándose de este modo un peligroso eje, púlpito cuarteles que tendría nefastas consecuencias.
La Falange y el bueno de Primo de Rivera: su ideología era abiertamente fascista, partidario de un estado totalitario que liquidase parlamentos y otras mariconadas. Pero a diferencia de los nazis, que era una pandilla de gangsters liderados por un psicópata, y secundado con entusiasmo por un pueblo al que le encantaba delatar al vecino y marcar el paso, y también a diferencia de los fascistas italianos, cuyo jefe era un payaso megalómano con pluma de pavo real, a quien Curzio Malaparte, que por un tiempo fue de su cuerda, definió con plena exactitud como “un gran imbécil”, la Falange había sido fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador don Miguel. Y aquí había sus matices, porque José Antonio era abogado, culto, viajado, hablaba inglés y francés y además era guapo el tío, con una planta estupenda, que ante las jóvenes de derechas y ante la no tan jóvenes, le daba un aura melancólica de románticos, y ante los chicos de la burguesía y las clases altas, de donde salió la mayor parte de los falangistas de la primera hora, lo marcaba con un encanto amistoso de clase y un aire de camaradería que los empujaba a seguirlo con entusiasmo. Y más en aquella España donde los políticos tradicionales se estaban revelando tan irresponsables oportunistas e infames como los que tenemos ahora, solo que entonces había más hambre e incultura que ahora y además la gente llevaba pistola.
Transición y el Rey Juan Carlos: había que elegir entre perpetuar el franquismo – tarea imposible- con un absurdo barniz de modernidad cosmética que ya no podía engañar a nadie, o asumir la realidad. Y esta era que las fuerzas democráticas apretaban fuerte en todos los terrenos, y que los españoles pedían libertad a gritos. Aquello ya no se controlaba al viejo estilo de cárcel y paredón. La oposición moderada exigía reformas y la izquierda que coordinaba esfuerzos de modo organizado y más o menos eficaz, exigía ruptura. Ignoro en verdad lo inteligente que podía ser don Juan Carlos, pero sus consejeros no tenían un pelo de tontos, era gente con visión y talla política. En su opinión, en un país con secular tradición de casa de putas, como España especializada en destrozarse a sí misma, y con todas las ambiciones políticas de nuevo a punto de nieve, solo la monarquía Juancarlista, tenía autoridad y legitimidad suficiente para dirigir un proceso de democratización que no liara otro desparrame nacional. Y entonces se embarcaron entre 1976 y 1978 en una aventura fantástica, caso único entre todas las transiciones de regímenes totalitarios a demócratas en la historia, nunca antes se había hecho de ese modo. Aquel rey todavía inseguro y aquellos consejeros inteligentes obraron el milagro de reformar desde adentro, de lo que parecía irreformable, iba a ser nada menos el suicidio de un régimen y el nacimiento de la libertad y el mundo asistió asombrado, a sucesos que de nuevo hicieron admirable a España.